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Un viaje no premeditado convirtió a la novelista Amelia Edwards en la principal impulsora de la Egiptología en la Inglaterra victoriana

Todas las biografías y perfiles dedicados a Amelia Edwards (1831-1892) la llaman ‘madrina de la Egiptología’ o la ‘gran dama del Nilo’, aunque solo viajó por Egipto una vez y la única excavación en la que intervino fue más un divertimento que un trabajo arqueológico formal. La periodista y escritora inglesa debe estos sobrenombres a que fundó el Egypt Exploration Fund, histórica institución científica que sigue en activo con el nombre de Egypt Exploration Society, y patrocinó la primera cátedra de Egiptología creada en Reino Unido. Además, fue una divulgadora formidable que pronunció decenas de conferencias, escribió centenares de artículos y presentó ponencias en congresos especializados, en un entorno académico exclusivamente masculino.

Amelia Ann Blanford Edwards nació en Londres. Fue la hija única de un matrimonio tardío, para los convencionalismos de la época (al casarse él tenía 43 años y ella 30). El padre, Thomas, había sido militar y en su historial destacaba que había combatido a las órdenes de Wellington en la ‘Peninsular War’, es decir, la Guerra de la Independencia española. Dejó las armas a causa de su mala salud y trabajó como empleado de banca. La madre, Alicia, era una culta mujer irlandesa que se dedicó a educar en casa a su hija.

Amelia estuvo más unida a su madre que a su padre. Thomas era un hombre frío, distante, ausente y pensativo, ligeramente depresivo, como explica Brenda Moon en la detalladísima biografía ‘More Usefully Employed: Amelia Edwards, Writer, Traveler and Campaigner for Ancient Egypt’ (Egypt Exploration Society, 2006). La relación de la hija con el padre nunca fue cálida, pero tampoco hostil. Thomas dio carta blanca a su esposa para que educara a la pequeña según su libre criterio, y Alicia se aplicó en ello. Amelia fue una chiquilla “precoz entre las precoces”: Como ella misma recordaría, “estaba siempre escribiendo o pintando, cuando otras niñas estaban jugando con muñecas o casas de muñecas”.

Empezó a escribir a los 4 años y a los 7 vio publicado su primer poema en un periódico local. La composición se titulaba ‘Los caballeros de la Antigüedad’, un primer indicio de la inclinación por el pasado remoto que Alicia se preocupó por cultivar. Madre e hija viajaron juntas a Irlanda cuando la niña tenía 10 años. Amelia recordaría siempre la impresión que le causaron las ruinas, torreones y castillos que visitó. Egipto apareció en sus lecturas infantiles a través del libro ‘Manners and Customs of the Ancient Egyptians’, de Sir John Gardner Wilkinson.

A los 12 años Amelia publicaba sus escritos con regularidad, pero entonces destacaba más por su habilidad para el dibujo y su talento musical de organista y cantante. Sus padres decidieron que no se dedicara a los pinceles porque, según una creencia común entonces, el óleo era tóxico. Aunque como intérprete musical su calidad era notable, ella misma fue consciente de que no llegaba a ser brillante, por lo que decidió dedicarse a la escritura. A partir de 1850 comenzó a publicar de forma profesional. En 1853, a los 22 años, cobró su primer pago por un relato corto, ‘Annette’. Su firma se hizo habitual en las revistas ‘Chamber´s Journal’, ‘All The Year Round’ y ‘Household Words’, esta última editada por Charles Dickens.

Además, trabajó como redactora de los periódicos ‘Saturday Review’ y ‘Morning Post’, para los que cubrió todo tipo de áreas, salvo sucesos y crónica parlamentaria. Amelia debutó como novelista con ‘My Brother’s Wife’ (1855). Sus primeras obras se vendieron bien, pero fue ‘Barbara’s History’ (1864), una historia de bigamia, la que la convirtió en lo que hoy llamaríamos una autora de ‘best-sellers’ y entonces se describía como escritora de “libros para leer en el tren”. A los 24 años era económicamente independiente.

La gran dama de Egipto

Amelia Edwards en 1860.

Libre y con recursos

El padre y la madre de Amelia murieron en abril de 1860, con apenas una semana de diferencia. La escritora se quedó sola. Tenía una prima, también escritora, Mathilda Bethan-Edwards, con la que no se llevaba bien y con la que no le gustaba nada que la confundieran. Había tenido un novio, un tal ‘Mr. Bacon’, con el que llegó a estar comprometida a pesar de que no sentía el más mínimo afecto por él y del que se deshizo en cuanto pudo. En plena era victoriana, cuando las féminas pasaban de la tutela de los padres a la del marido, Amelia Edwards era una mujer libre y con recursos.

Comenzó a viajar. Recorrió los Dolomitas acompañada por Lucy Renshaw (1833-1913), su amiga íntima y muy probablemente compañera sentimental, a la que Amelia se referirá en sus escritos como ‘L’. De aquel recorrido salió su primer libro de viajes, ‘Untrodden Peaks and Unfrequented Valleys’ (1873), un éxito editorial. La pareja se trasladó al sur de Francia, con intención de pintar paisajes. Pero el mal tiempo arruinó el viaje. Hubo que buscar un destino alternativo y, sobre todo, soleado y cálido. La opción de moda era Egipto.

Amelia y Lucy llegaron a El Cairo el 29 de noviembre de 1873. En un tiempo en el que las damas se desvivían por vestir con elegancia extrema y lucir un cutis blanco como la porcelana, es fácil imaginar la impresión que debía de causar en un salón repleto de ‘gente bien’ la irrupción de la pareja, de apariencia algo desarreglada y con la piel curtida y quemada por el sol. La escritora disfruta recreando la escena, ambientada en el Shepheard’s Hotel cairota, en el primer capitulo de ‘Mil millas Nilo arriba’ (1877), el libro en el que narra su aventura por Egipto. Ilustrado con sus propios dibujos, es un clásico de la abundante literatura de viajes del siglo XIX del que existe una estupenda versión en castellano (traducción y prólogo de Rosa Pujol, editado por Turismapa en 2003).

‘Mil millas Nilo arriba’ es el libro de viajes victoriano perfecto. Desborda colorido y exotismo, tiene un inevitable tono colonial y está escrito con medida jocosidad y erudición. No hay biografía o artículo sobre Edwards que no destaque o incluso cite en extensión su descripción de los mercados de El Cairo, en sí misma una obra maestra de la literatura viajera. Abundan además las pinceladas de humor, entre las que destacan las referidas a los camellos, animales que a la autora le resultan odiosos y dotados de extrañas articulaciones cuya única función parece ser jorobar -y nunca mejor dicho- al jinete. De los camellos explica Edwards que tienen cuatro ‘marchas’: un paso corto, otro más largo “que disloca cada hueso de tu cuerpo; un trote que te reduce a la imbecilidad; y un galope que es la muerte súbita”.

Sin embargo, el libro, es la historia de una transformación, la de una periodista en una egiptóloga devota. A medida que Amelia Edwards narra su viaje Nilo arriba a bordo del ‘Philae’, una embarcación de vela de fondo plano alquilada junto a otros tres viajeros, revela cómo el mero gusto por el exotismo va siendo sustituido por el afán de saber, luego de investigar y, por fin, por la preocupación por el estado y la preservación de los monumentos.

La primera visita a las Pirámides de Giza es casi una revelación: “La primera imagen de las Pirámides que muchos viajeros tienen hoy en día es desde la ventanilla del tren cuando llegan de Alejandría; y no resulta impresionante. No deja sin respiración como, por ejemplo, la vista de los Alpes desde la línea de Neuchâtel, o el perfil de la Acrópolis de Atenas cuando uno la reconoce desde el mar. (…) Pero cuando al fin se llega al borde del desierto, se sube la pendiente de arena, y se alcanza la plataforma rocosa y la Gran Pirámide se eleva sobre nuestras cabezas dominando todo con su majestuosa masa, el efecto es tan repentino como abrumador. Oscurece el cielo y el horizonte. Oscurece a todas las otras pirámides. Oscurece todo, excepto el sentimiento de respeto y admiración”. Ante el desconcierto de guías y acompañantes, Amelia y Lucy deciden limitarse a contemplar la majestuosidad del edificio y la proyección de su sombra descomunal, sin entrar en él, sin visitar nada.

La gran dama de Egipto

La esfinge y las Pirámides de Giza, dibujadas por Edwards.

‘Excavación’ en Abu Simbel

El viaje Nilo arriba será lento. No solo porque la embarcación navega contra corriente, sino también porque Amelia impone a sus a menudo desesperados acompañantes todas las paradas indicadas por la guía ‘Handbook for Travellers to Lower and Upper Egypt’, de John Murray. El punto culminante del viaje es Abu Simbel, donde la expedición se detendrá 18 días por deseo de la escritora, no sin las protestas de los demás viajeros, Andrew McCallum -artista a quien ella se refiere como ‘el Pintor’- y el señor y la señora Ayr -la ‘Pareja feliz’ formada por la ‘Pequeña Dama’ y el ‘Hombre Ocioso’-.

En Abu Simbel, Amelia Edwards vivió su única experiencia de arqueología de campo, o algo parecido. McCallum descubrió lo que parecía ser el acceso a una cámara excavada en la roca, cubierta por la arena. Avisó a la escritora y al poco tiempo toda la expedición se afanaba en despejar con las manos el hipogeo, con la ilusión de que se tratara de una tumba intacta. A pesar del arrebato excavador, Amelia se detuvo un momento. Sentada sobre sus talones, con la falda remangada y el sombrero vuelto y se preguntó “¿qué pensarían en casa si nos vieran así?”. La cámara no era una tumba, sino una pequeña capilla; no albergaba grandes tesoros, pero sí estaba decorada. McCallum envió una nota a ‘The Times’ de Londres dando cuenta del hallazgo. También escribió los nombres de los viajeros en una de las paredes, una práctica común en la época pero que disgustó a Amelia, que ya había comenzado a preocuparse por la conservación de los monumentos.

En ‘Mil millas Nilo arriba’, escribe: “Las pinturas murales que tuvimos la suerte de admirar en toda su belleza y frescura se encuentran ya muy deterioradas. Este parece ser el destino de todos los monumentos egipcios, grandes o pequeños. El turista graba en ellos nombres, fechas y hasta caricaturas. El estudiante de egiptología aplica papeles humedecidos que borran cualquier vestigio de los colores originales. El ‘coleccionista’ se lleva cualquier cosa de valor que pueda adquirir y el árabe las roba para vendérselas. Entretanto, la labor de destrucción avanza a un ritmo imparable, sin que nadie se oponga. Cada día se añaden más casos a la lista de inscripciones mutiladas y de pinturas y estatuas desfiguradas. (…) Cuando es la propia ciencia la que abre el camino a la destrucción, ¿debe extrañarnos que la ignorancia siga sus pasos?”.

Ya en casa y con el libro publicado, aclamado por la crítica y muy bien vendido, Amelia Edwards se planteó la posibilidad de fundar una institución dedicada a patrocinar excavaciones en Egipto. En diciembre de 1879 apareció una carta del arqueólogo suizo Édouard Naville en el ‘Morning Post’ que exponía la necesidad de financiación para los trabajos arqueológicos en el país del Nilo, en bancarrota y cuyas excavaciones propias, dependientes de la autoridad de Mariette (que sería sustituido a su muerte en 1881 por Maspero), prácticamente se habían detenido. La exportación de antigüedades había sido frenada y eso desanimó a los patrocinadores, la mayor parte de los cuales solo pretendía engrosar sus colecciones.

Aquella carta fue algo así como el pistoletazo de salida para la creación del Egypt Exploration Fund (EEF), en 1882. La iniciativa partió de la alianza formada por Amelia y un historiador, Reginald Poole, que trabajaba en el Museo Británico como especialista en numismática, pero que estaba interesado en Egipto porque había pasado su niñez allí con su tío, el arabista Edward William Lane. Aunque parezca sorprendente, la fundación de una institución consagrada a financiar las excavaciones en Egipto no fue bien recibida en el reducido mundo de los egiptólogos ingleses. Sin salir del mismo Museo Británico, el especialista más veterano del centro, Samuel Birch, se mostró contrario al proyecto. Sin embargo, la iniciativa recibió el apoyo del arzobispo de Canterbury, el gran rabino de Londres, el poeta Robert Bowning y Sir Henry Layard, el descubridor de Nínive, entre otros. El primer dinero vino del muy abultado bolsillo de Erasmus Wilson, cirujano eminente y muy rico que había patrocinado el traslado de la Aguja de Cleopatra, un obelisco de Tutmosis III de 80 toneladas, desde Egipto hasta Londres.

La gran dama de Egipto

Amelia Edwards, durante su gira americana.

Los apoyos religiosos se explican porque la institución pretendía centrar sus esfuerzos en el Delta, región hasta entonces descuidada por los arqueólogos y en la que Naville quería localizar las ciudades que, según el Libro del Éxodo, el faraón había hecho construir a los hebreos. Un folleto editado para captar donantes presentaba así el proyecto: “Acaba de crearse una sociedad destinada a colaborar con el doctor Maspero, director del Servicio de Antigüedades y Arqueología de Egipto, en su labor exploradora. La sociedad pretende llevar a cabo excavaciones en lugares relacionados con la Biblia y el mundo clásico, sin contravenir la ley egipcia, la cual estipula que los hallazgos pasarán a integrarse en la colección del Museo Bulak”.

Trabajo sobrehumano

Sin dejar su trabajo de novelista, Amelia Edwards se convirtió en la secretaria honoraria del EEF. Un cargo que de honorario tuvo poco, porque para ella supuso tener que escribir cientos de cartas pidiendo fondos, redactar artículos de divulgación para dar a conocer los hallazgos de las excavaciones patrocinadas, pronunciar conferencias y presentar ponencias en congresos. Una labor que refleja una capacidad de trabajo casi sobrehumana.

La primera excavación fue dirigida por Naville, que contó como ayudante en su segunda temporada con Flinders Petrie, un ‘fichaje’ personal de Amelia, con el que le unió una amistad blindada que sobrevivió a las tensiones que atravesó la institución. El cambio de la Ley egipcia de antigüedades, que permitiría el reparto de los hallazgos al 50% entre Egipto y los patrocinadores de cada expedición, animó a los suscriptores y socios. En 1885 el EEF mantenía tres excavaciones abiertas. Petrie había descubierto Naukratis y Naville excavaba en Bubastis. Al año siguiente, Petrie dimitió al estar en desacuerdo con los administradores de EEF.

Entre 1889 y 1890 la escritora realizó una gira de 120 conferencias por Estados Unidos, la mayoría de ellas en auditorios abarrotados y muchas para asociaciones de mujeres. Edwards reelaboró y reunió aquellas charlas en un libro, ‘Pharaohs, Fellahs, and Explorers’ (1891). Menos colorido que ‘Mil millas Nilo arriba’, es un estupendo resumen del estado de la Egiptología a fines del XIX en el que expone su forma de entender la arqueología como una ciencia que no tiene que ver con el romanticismo ni con “encontrar cosas”, y sí con un estudio serio y sistemático de los restos materiales de las culturas antiguas. Se trata de su texto arqueológico más importante, junto a la traducción del ‘Manual of Egyptian archaeology’ de Maspero, con el que hizo amistad y que curiosamente, era lector de sus novelas.

Amelia Edwards murió de gripe el 15 de abril de 1892, después de haber superado una fractura mal curada de un brazo y un cáncer de mama que le costó la pérdida de un pecho. La muerte dio paso a su última aportación a la arqueología: la fundación y dotación de la primera cátedra de Egiptología del Reino Unido, en el University College de Londres, la única universidad británica que por entonces admitía alumnas. La novelista hizo que los requisitos para acceder a la plaza fueran tan limitados que solo podía haber un candidato capaz de cumplirlos. Flinders Petrie fue el primer ‘Edwards Professor of Egyptian Archaeology and Philology’, entre 1892 y 1933.

“A veces me han preguntado cómo es que yo, una novelista, y por lo tanto una estudiante profesa de los hombres y su forma de ser actual, puedo tener tan vivo interés en los hombres y las costumbres de hace cinco o seis mil años -escribió Amelia Edwards-. Pero es precisamente porque estos hombres de hace cinco o seis mil años tenían modales, un lenguaje escrito, una literatura, una escuela de arte y un gobierno establecido por lo que los encontramos tan interesantes”.

La gran dama de Egipto

Plano de Naukratis dibujado por Petrie.